El ocaso de un ídolo
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Esta mañana no ha tomado las pastillas que lo rescatan de la esclavitud de sus delirios. Dos fuertes sedantes que lo mantienen apaciguado, sin nerviosismos ni agobios, completamente alejado –o casi– de sus respuestas disparatadas a periodistas en busca de su lado extravagante: “soy un profeta que ha escrito un libro sagrado”; de sus comentarios furibundos en las redes sociales: “Firma Enrique Verástegui, el mejor lector de Hispanoamérica”; de su facilidad para escaparse de casa y despotricar contra quienes lo cuidan: “Mi familia no quiere que tome porque es burguesa”. Esta mañana Enrique no ha tomado sus pastillas para los nervios y contra todas las recomendaciones y advertencias que me hicieron quienes aún lo vinculan, yo lo he encontrado insensatamente lúcido.
“La angustia… a veces pienso en eso de la muerte… me atormenta”, ha dicho Verástegui por tercera vez, casi deletreando las sílabas, con un hablar pausado y algo incómodo porque no he entendido lo que ya repitió dos veces. “A veces siento la soledad en toda su dimensión, algo así como la injusticia de que no se me reconozca la…”, lo interrumpo para pedirle que repita lo que está diciendo, se molesta nuevamente. Esta escena se repetirá a lo largo de toda la conversa, con la diferencia que hacia el final de la entrevista, ya ambos nos habremos acostumbrado a interrumpir y ser interrumpido.
- ¿Cómo?, ¿puede repetir eso último?
- Te hablo de la injusticia, muchacho, la injusticia de que no se reconozcan todos mis libros como lo que son.
- ¿Y qué son?
- Un proyecto poético monumental llamado “Ética”.
En ese entonces Enrique tenía 21 años y recién había llegado de Cañete, aún no ganaba la prestigiosa Beca Guggenheim, estudiaba Economía por presión de sus padres y acababa de escribir ‘En los extramuros del mundo’. “Un día vino con unas hojas y dijo que quería publicar un poemario, nosotros le dijimos que vaya donde Milla Batres, como quien lo manda al carajo, porque sabíamos de la exigencia del editor, pero a la semana siguiente regresó con la noticia de que ya habían acordado la publicación”, cuenta Tulio Mora en el libro ‘Hora Zero, la última vanguardia latinoamericana de poesía’.
Existe toda una leyenda en torno a cómo se escribió este libro. Se ha dicho que durante mucho tiempo lo había venido preparando, que fue escrito en torno a una depresión, que Verástegui ya estaba loco por esos años. De hecho, el largo cabello ensortijado y enredado que poseía –una enorme mata de pelos rebeldes de la que hoy apenas queda algunos rastros–, su aspecto desaliñado y sus primeras experimentaciones con la filosofía y la matemática, además de los cigarrillos de marihuana que consumía con avidez, le ganaron la fama de poeta maldito que escribía versos bajo los efectos del alcohol o las drogas.
Lo cierto, o lo que Verástegui recuerda, inventa, depura y construye como cierto, es que el poemario lo escribió ya en Lima: “Yo escribí esos versos mientras me movía por la ciudad, en mi cuarto, en los bares, hasta en el Centro Federado de Economía. Eran tiempos decisivos, cruciales, momentos importantes en el que todos teníamos que decidir si éramos de un bando o de otro”.
Actualmente Enrique Verástegui vive en la casa de sus hermanas. “Ellas son cristianas, le tienen miedo al Enrique poeta, porque dicen que todos los poetas son borrachos”, me dice mientras al fondo de la sala un muchacho ha encendido la computadora y el volumen interrumpe la conversación. Enrique lo mira y no le dice nada, la bulla continuará todavía una media hora, mientras tanto él se ha servido otro vaso del yogurt que me pidió que le trajera. Ahora no bebe ni fuma y sus salidas son cada vez más escasas.
-¿Qué está leyendo por estos tiempos?
- El ‘Tao Te Ching’ de Lao Tsé, un libro sobre el amor y el sexo. La cultura oriental es superior a la occidental, esta está putrefacta. Solo la poesía o las matemáticas pueden salvarla, aunque no sé si salvación sea la palabra precisa, porque este es un concepto cristiano, y aunque yo no creo soy católico, creo en Dios y en Cristo…
De rato en rato alguna pregunta lo lleva a lentos monólogos en los que mezcla situaciones inverosímiles con hechos que ya son parte de su historia: delirios de persecución, amores pasados que lo motivaron a escribir, amigos que ya no lo visitan, sus líos con algún escritor muerto, su ex esposa, su hija, sus libros, el tiempo en que los ha escrito, el tiempo que dedica a leer: tiempo perdido, malgastado, bien empleado. “No me arrepiento de nada, ni de lo que he escrito, ni de lo que he vivido”.
El final de la conversación girará en torno a un reportaje que le hicieron hace poco para una revista, donde al parecer lo dejaron mal parado, describiéndolo sin dinero, medio abandonado, medio loco “una falta de respeto, todo lo escrito allí es totalmente falso, yo no ando mendigando dinero, yo ando bien, no estoy loco”.